viernes, 12 de diciembre de 2008

La cola del paro

¡A la cola caracola! Canta una rubia de bote obesa con vello facial, dos coletas, acné y trastorno borderline, que ha confundido la fila con el casting de Fama. En la cola del paro hay una cuidadora de tamagochis sin reciclaje profesional, un taxista daltónico agobiado por las multas y Evelio, siempre paciente tras sus anteojos de pasta negra y su cabello plata moldeado con brillantina. En la vida no ha sido más que contable. No contaba cuentos ni ovejas ni baldosas amarillas, sólo contaba números, válgame la redundancia. Pero llegó la crisis y el cero lo colocó a la izquierda.

Evelio rastrea el suelo cabizbajo. Son las diez. En la playa los surferos aprovechan que en invierno el mar se pone bravucón. Ya los huesos no le responden, pero siempre se preguntó qué se siente cortando las olas a tus pies.

Evelio reparte las migajas de su desayuno con las gaviotas. Son las once. Veinte años y no se había fijado antes en los barcos que faenan en la bahía. Siempre soñó con viajar más lejos de donde se ve.

Evelio construye castillos con la baraja. Son las doce. De pequeño jugaba al póker y al cinquillo, pero ya no se acuerda de las reglas. Es la una. Evelio pone las fichas de dominó en hilera para que caigan una tras otra abriendo figuras. Son las dos y el mundo se para.

En la cola del paro las desgracias son más dulces. Evelio no tiene que sellar hasta dentro de tres meses. Tiene el número 50, cuando llaman al 48, le regala su turno a una negrita dicharachera que habla con acento cubano. Evelio coge el 85, todavía le queda un rato. ¿Y usted, en qué trabajaba?

martes, 18 de noviembre de 2008

Lela Rosa


Rosa del alba, blanca y suave entre el trigo errante. Airosa si te meneas al viento. Vapor celeste, empapadita de rocío. De clavos empuñaste tu mano, sangre púrpura y sudor caliente. Rosa arrebatada, casi loca por el aire madrugador. Se puede ser cándida y traviesa como tú. Siempre joven, aunque escarche. Siempre abrigo, aunque escampe. Se puede incluso enhebrar un aguja si mojas el hilo y guisar el consuelo con raíces. Rosa del cénit, roída por el sol. Curiosa sin pensar en el tiempo. Flor amarga y dulce, como jugo de almendras. Adormilada al sopor de la tarde, fragante Rosa. Quitas olor a la papaya y color al limonero. Robas los ojos a tu espejo y siembras baldío de verde primavera. Hueles, ríes como cuando éramos niños, como cuando jugabas al escondite. Carcajadas sordas, rosa de arena. Sola y acompañada, asolada por el siroco. Retumba el agua cuando no bebes. Bebes cuando lloras. Llueve con la ropa tendida. Rosa tímida, como el mármol rosa. Rosa de espinas, de heridas. Pero siempre hermosa.

lunes, 10 de noviembre de 2008

El consuelo de las víctimas


Tienen que recomponer sus vidas buscando pedazos bajo el esqueleto de un coche. Tratan de abrigarse con harapos después de salir huyendo de casa. Unas pierden lo único que de verdad tiene valor. Otras siguen vivas, aunque la rutina arda como el infierno. A veces tratan de callarlas con dinero. Otras, ni siquiera pueden hablar. Son las víctimas del delito. Las que se aferran a veces a la Biblia por no encontrar consuelo en el Código Penal. Mejor buscar la justicia aquí en la Tierra, antes que en el Cielo.

Helena se gasta hasta 500 euros al mes en psicólogos. No hay consuelo para quien lucha por convercerse de que no se pierde la dignidad a punta de navaja. Su agresor, un conocido violador en serie reincidente, ha estudiado dos carreras a costa del erario público y pide escolta para cuando salga de prisión. A ella el tribunal la trata de contentar con una indemnización de 150 euros. Quizás no sea el caso más habitual, quizás sólo sea uno de los más llamativos. Tampoco consuela.

Sara dejó de existir sin llegar a los treinta. Para los que no creen en la trascendencia del alma, como ella, probablemente haya vuelto a ese negro absoluto que ni recordaba antes de nacer. Se acabó. Marcos le propinó dos golpes contundentes contra “objetos duros y planos, uno de los cuales le rompió parte de la mandíbula y el otro le produjo una cizalladura en la base del cráneo, que le causó la muerte”. Lo reconoce una sentencia que envía a él a prisión. Según los cálculos del letrado antes de ocho años podrá disfrutar de permisos, podrá tomarse un café en una terraza junto al mar y sentir el calor del tibio sol de invierno calentando los huesos.

Son dos ejemplos, aunque por desgracia hay otros muchos. Quizás nadie se plantee la necesidad de equilibrar la balanza de la justicia. Quizas menos le importa a la sociedad hasta que uno no se convierte en pasto de la fama: en padre de Mari Luz, mujer del atropellado por Farruquito, en otro Neyra o edil discrepante en el País Vasco.

No es que consuele a quien sufre, el dolor del agresor. No se trata del ojo por ojo, tampoco de un sistema únicamente punitivo. Pero a todas luces las penas recogidas en el Código Penal de este país sacan los colores. Los beneficios en recursos y planes para los agresores a veces superan a los esfuerzos que se dedican a resarcir a sus maltratados.

No se es más progresista por defender castigos suaves. El Estado tiene que encargarse ciertamente de garantizar el bienestar de sus ciudadanos. En un país más humano, que reparte sus riquezas, suele haber menos delitos. Eso no hay que mezclarlo con dejar a los infractores irse de rositas.

La vida, la dignidad, la tranquilidad, la intimidad. Los humanos se han reunido en sociedad durante siglos para defenderlas. ¿Si no somos capaces de garantizar los derechos de la gente honrada de qué nos sirve estar juntos? Quizás no consuele saber que la mano ejecutora del crimen está encerrada, o sí. Las víctimas saben muy bien que duelen más las heridas en carne propia.

lunes, 23 de junio de 2008

Los calzoncillos verdes


Todo comenzó con unos calzoncillos verdes. Un verde taciturno, desgastado por el siroco. Nació entonces, con tres años y pocos meses, porque más atrás aparece borroso, oscuro, apenas distinguible. Y como alguien le dijo alguna vez, quizás lo pensó él mismo aunque no se acuerde: “¡Amigo!, sólo somos química cerebral. Somos sólo memoria”.

En su memoria, lo último o lo primero según se mire, toma forma de pieza de ropa interior de una talla superior a la adecuada, con minúsculos orificios de ventilación en las partes posterior y anterior, y apertura lateral para la extracción del pene durante la micción. Unos calzoncillos con los que descubrió el miedo de exhibir al mundo su cuquita y se aferró a la seguridad de aquel primer tapujo, como un pecador a una hoja de parra.

Últimamente le ha dado por remover arcones, marcar septiembres arrancados o rescatar del polvo cachivaches, que colocados en orden cronológico sugieran una herramienta mnemotécnica para sostener una historia casi real, al menos verosímil. Para hilar cuentos que hablen de sí, cuando la acetilcolina se evapore como agua temprana.

Ha colgado el único cuadro que pintó y que regaló al primer beso sincero. Dibujó el Timanfaya aún sin haberlo visto. En vivo le sorprendió comprobar que aquel paisaje era casi idéntico al que soñó, de no ser porque en su adolescente imaginación el volcán aparecía sembrado de strelitzias. Al contemplarlo ahora olerá las piedras desde la maresía y el picón bajo los verodes.

Usa para dormir la camiseta con la que la abuela practicaba tai-chi. Sabe que al tenerla cerca, ella volverá sudando leche de almendras, con los ojos cuajados de azul, cantando sin saber la letra, sonriendo sin chiste concreto. Al irse a acostar se peinará y pintará de carmín sus labios. Por las mañanas se fundará la bata para hacer la compra y se verá guapa, ¡tan guapa! Porque hay bellezas que no residen en los ojos del que mira.

Un día la abuela se sentará bajo la ventana, vestida de negro silencio. Esperará y esperará. Cuando haya restañado sus lágrimas, el abuelo regresará de la finca apestando a tierra mojada y ella lo recibirá con la comida recién hecha y la raya del pantalón marcada.

En un rincón del desván encontrará la bici, el caballo balancín y aquel libro donde cabían la Tierra y la Luna. Los abuelos le dejarán colgar, como él siempre quiso, los espumillones para decorar el salón en pleno julio. Aunque la vecina diga que da mala suerte, si todavía no es Navidad. Le permitirán viajar a “América” a recolectar mangos y guayabas y al “Lejano Oeste”, donde las pencas crecen en un resquicio de paredes muertas.

Disfrutará de cucharadas furtivas de leche en polvo, del primer trozo de pan que salga de la talega. Podrá elegir entre helado de fresa y vainilla. Los caramelos de Tirma se rellenarán todos de cereza. Los coditos de pan frito engañarán al potaje y las rodajas de plátano en el arroz le harán el trago más fácil.

Volverá a rodar por las rubias dunas, cuesta arriba, librándose de la arena. Correrá marcha atrás por la playa hasta que el sol rompa en sangre por el este, convirtiendo el tibio verano en una cascada de flores y brotes de ciruelas.

Quizás la tienda quede más lejos y el bote del azúcar, inalcanzable. Los árboles serán más altos, los peldaños más quebrados, los voladores más estrepitosos y más pesada la maleta. Pero los domingos volverán a divertirle y la virgen se asomará a saludarle desde su carro de plata.

Llegado el momento, él olvidará que la gente prefiere hablar a oír en boca ajena, que cuesta quitarse legañas en ojo propio porque no se ve sin espejo. Olvidará que su único tesoro lo guardaban los recuerdos que nadie podía hurtar. Imagina, por lo que ha leído, que un día ya no sabrá quién fue ni qué contó. Para acabar, en un respiro de las tinieblas, volverá a contemplar aquellos calzoncillos verde chillón, con la apertura lateral que nunca usó.

Dicen que con poco más de tres años le gustaba quitarse los calzoncillos por completo y mear de pie, con el culo al aire y la puerta del baño abierta, para sentir el lascivo fresco de la corriente al pasar entre sus piernas y acariciar sus testículos. Sin preocuparse por estar desnudo. Tal y como vino.

publicado en la revista Mass Cultura

miércoles, 4 de junio de 2008

Cuentos a medias desde la urbe


Por la ventanilla asoman las primeras luces de la gran urbe. Pronto se reflejan en el cristal de los majestuosos edificios que han conseguido apagar el cielo para siempre. Después de ocho horas de inglés chapurrado poco más puedo averiguar de Lisa, una joven tejana que vive en Florencia y que antes de volver a casa por vacaciones ha decidido camuflarse también por primera vez en la ciudad que nunca duerme.

Me mira con cara entre indolente e incrédula cuando le explico que San Antonio de Texas (su ciudad natal) fue fundada en 1731 por 15 familias canarias y que quizás somos primos lejanos. Se ríe y me da el sí de los locos. Incluso para una estadounidense “viajada” es difícil colocar sus orígenes en una tierra que aún olvidan algunos mapas. Antes de que intente psicoanalizar si siendo simpática pudo votar a Bush nos perdemos de vista en la cinta de equipajes. Supongo que será otra de esas historias de la que nunca conoceremos ni su principio ni su final.

La noche en Manhattan destella. El taxi amarillo cruza Times Square, con sus cientos de neones y pantallas gigantes por donde corren índices bursátiles y anuncios de maquillaje. Un decorado abigarrado de sueños consumistas ante el que sucumben unos ojos encandilados en busca de placer efímero, como absorbidos por fuegos de artificio.

A la otra orilla del Hudson el derroche energético desaparece, las tiendas son más austeras, las calles más sucias, el candil más tenue y hasta las ratas se atreven a merodear los cubos de basura. En los barrios más humildes la gente pernocta más que duerme, esperando algún día poder cruzar el puente. Es más difícil ser pobre tan cerca de esa manzana de caramelo.

Despierto el día en el metro, para mi sorpresa siempre hay quien te mira, quien se disculpa cuando tropieza contigo y hay quien busca el calor de una conversación en medio de la vorágine y las prisas. Como ese señor enjuto que se acerca a la chica con gesto de institutriz para comentar el libro que ella tienen entre sus manos y que él ya ha leído. En la calle, una rubia azuza a su coqueta ‘bobtail’ para que tope con el labrador de un joven estirado e impoluto. Comienzan hablando de sus mascotas y acaban… ¿Quién sabe? La corriente humana me deposita en acera lejana, muy distante el cortejo de mis oídos.

Detrás de las mamparas de los “dinners”, inmigrantes latinoamericanos sortean las mesas, amasan la jornada con harina y limpian la barra del bar con las fuerzas que da el sueño de América (nombre adueñado por esta parte del continente). “En esta ciudad se sufre mucho” comenta una dominicana fan de “Rafael de España” y José Luis Perales. Parece una paradoja en boca de quien asegura haber huido de la miseria, pero que echa tanto de menos su familia y su cálida tierra de playas húmedas. Ninguno de nosotros daría marcha atrás viendo tan cerca el “bienestar”.

En Nueva York no hay sitio para flaquezas, todos han venido a buscar el éxito. Gimnasios, boutiques de moda, centros de belleza, tiendas de dietética, multinacionales, universidades de prestigio, bufetes de abogados. Aquí todos quieren ser más jóvenes, más fuertes, más ricos, más listos y más guapos. Quizás como en cualquier otro lugar, pero uno se da más cuenta cuando tiene tiempo para ser testigo sosegado de ocho millones de fragmentos de vida.

En el recuerdo me llevo borrosas tantas caras que vi, tantas miradas indiscretas que me permitió el anonimato, tantas conversaciones a medias. Y aquel estudiante ‘yanqui’ de voz portentosa, que brindaba su increíble talento a cambio de unos dólares. Y la manera en que se esforzaba en entonar una de Fito Páez en castellano para amenizar la espera subterránea.

“Llevo la voz cantante, llevo la luz del tren, llevo un destino errante, llevo tus marcas en mi piel y hoy sólo te vuelvo a ver. Todos giran y giran, todos bajo el sol, se proyecta la vida…” No hay tiempo para más, el metro llega y no espera por nadie.

domingo, 1 de junio de 2008

Soledad




Soy la mayor de cinco hermanas de piel suave y rosada, tantos años oculta bajo los refajos y la sombrera. Me llamo Soledad, porque a mi madre le vinieron los dolores antes de tiempo y me parió sola en el patio mientras se dejaba los nudillos en la pila de lavar. Las tías vendían calabazas en el mercado y papá estiraba el chinchorro sobre la mar. Hoy cumplo 70 años. Nací con la Guerra y aún guardo en mi cuerpo el estigma de las calamidades. Pero aquello es pasado. Hoy me unté las arrugas con el carmín de cochinilla que escondo en el armario y me he regalado los colores del pañuelo más bonito de la mercería.

En casa viven ocho gatos y algún huésped caradura que se cuela de vez en cuando. Estuve un año buscando nombre para ellos. Si hubieran sido siete, les hubiera puesto como los colores del arcoiris, o si fueran doce, los nombres de los apóstoles. Pero no se me ocurría nada con ocho. Raúl, un niño muy simpático que trabaja en un banco cercano, me sugirió que les llamara como los países más ricos del mundo, que por lo visto forman un grupo de ocho. Yo acepté porque de pequeña en casa había un viejo libro lleno de mapas de Europa con el que entretenía el insomnio, soñando viajar donde corrían los ríos y brotaban las flores.

La gente que no me conoce y me oye gritar por la calle: ¡Alemania!, ¡Italia! ¡Venga pa’ casa jodías!, se piensa que estoy chocheando. Pero a mí me da igual que me miren raro, ya lo hacen cuando me enredo hibiscos rojos en el pelo y canto canciones de Rocío Jurado mientras tiendo las bragas en la azotea. ¿Sabían que una vez leí que los gatos también ronronean cuando están enfermos o asustados?, y dicen que lo hacen para tranquilizarse a sí mismos. Pues yo canto cuando me encuentro nerviosa y mi voz retumba por toda la casa. Me gusta oírme más fuerte por el eco de tantas habitaciones vacías.

Hace diez años que murió mi marido y el único hijo que vivía conmigo se marchó a Las Palmas hace cinco, porque se casó con una canariona. Echo de menos la compañía, pero no tanto los días que pasé inventado coplas entre los fogones y el balde de la loza. Mi vecina Engracia dice que ese guineo daba sentido a su vida. Pero ella es muy de su casa. Yo por las mañanas apenas asoma el sol me escarmino los rizos castaños y busco los rayos detrás de la puerta. Raúl pasa tan guapo y atildado oliendo a fragancias caras sin apenas tiempo para dejarme un “buenos días”.

En la tienda todas las alegadoras me saludan cual coro de gallinas desafinadas. No entienden cómo, después de tantos avatares, me contoneo tan risueña por las callejas. “La pobre está loca”, oigo comentar a alguna con compasión. Quizás lo dicen porque en las noches de calor me han visto bañarme a plena luz de la luna, desnuda, cerca de los arrecifes. No saben qué gusto da sentir los pechos meciéndose a merced de las olas. Flotando como si no fueran míos. Y entregarme a la oscuridad del frío océano.

En la ribera sigue Julián, otro pensionista. Se dedica a contar las piedras de la playa durante la bajamar. Las agrupa en montoncitos de diez y ha llegado a sumar más de 10.000 callados. A mí me parece un poco aburrido, porque la marea siempre acaba por destrozar el trabajo de horas. Él dice que si un día terminara de contar las piedras de toda la playa no sabría qué hacer en la vida. Imagino que lo mismo le pasaría a Raúl si un día lo sacaran de su ordenador y le confiscaran la calculadora.

Hoy he aprovechado para caminar con el pañuelo nuevo por la avenida, donde los viejos verdes me siguen desnudando con la mirada. Me siento guapa. He ido al mercado y me he dado unos caprichos: unas fresas, unas cerezas, un mango y unos claveles para decorar el mueble del salón. En el calendario tengo señalado el día 20 para acordarme de que tengo el pasaje para ir a ver a mi hijo a Las Palmas. Es la primera vez que voy a viajar en avión, pero no tengo miedo. Todos los días doy gracias a la virgen de los Dolores por darme salud para valerme por mi misma y disfrutar de todo esto. Hasta que Dios quiera.

jueves, 29 de mayo de 2008

El cibervoyeur


De pequeño ya me turbaba sobre el alféizar mientras imaginaba el obsceno calor de su vientre rubio. La llamé Alba porque me desnudaba el día iniciándome en sus bragas pálidas y su piel de encaje. A través de la ventana averiguaba a cachos un póster de Alejandro Sanz, de los embuchados en revistas que hacen apología del clítoris. Un perchero de volutas, un escritorio astillado y media silla plegable componían el atrezo de una escena constreñida por aquel marco que me robaba la otra parte de su mundo.

Todavía púber descubrí la red de redes. En el chat ya no me hacía falta ocultarme tras el visillo para observar las impudicias ajenas. Me convertí en hombre de negocios de una multinacional de telecomunicaciones, en patinadora del Carrefour, en padre de familia numerosa y en un ‘cachas’ que rodaba películas porno amateur. Así pude contactar con Helena, reina de las Fiestas, Adriana, políglota guía turística y Roberta, una lesbiana gótica fan de Björk que se enamoró de mis supuestos pechos siliconados, que no eran otros que los de Ana Obregón.

Esta vez de nuevo, la dichosa ventana. Esta vez, la del chat. Me frustraba no poder rebuscar más allá. Atenerme a lo que aparecía sobre la pantalla y esperar impaciente a que aquel privado nunca dejara de destellar indicándome otra frase para leer, que nuevamente aquella persona sin rostro volviera a acordarse de mí.

Los estudios nunca se me dieron mal. Soy gandul pero avispado. Aproveché mi pasión por el ordenador y comencé la carrera de Informática. El café me lo sorbía en la biblioteca de la facultad elaborando meticulosas listas de mis contactos cibernéticos, de mis amigos, de mis amantes, de mis parejas, de mis ‘madames’ y mis esclavos.

En mis ficheros figuraban nombre, edad, profesión, aficiones, gustos sexuales, ideario político, valoración psicológica, una referencia sobre cuál de mis personalidades utilizaba con ellos y un extracto de las conversaciones más interesantes que había mantenido.

Comencé entonces a utilizar mis conocimientos académicos para postularme al mejor ‘hacker’ de todo Internet. Averigüe como inmiscuirme en las conversaciones privadas de novios fugaces y poetas frustrados. Más tarde aprendí a acceder a su correo electrónico, incluso a moverme por el escritorio de su ordenador robando retratos en sigilo y sin dejar huella. Cambié de ‘nick’. Me puse “Bigbrother”. La gente pensaba que era simplemente un ‘friki’ apasionado de los chalecos de lentejuelas de Mercedes Milá. No hay como que te crean imbécil para ejecutar mejor tu poder.

Indagando en la trastienda no he tardado en oler la carnaza que buscaba. “Culitotragón” no es otro que Ernesto Sánchez, funcionario del Registro Mercantil, 37 años, casado y padre de dos mellizas de anuncio de Toys ‘R’ Us. Le gusta fantasear con que es penetrado por una transexual brasileña dotada, que en los preliminares le baila samba carioca sobre tacones de cristal.

Por las mañanas, desde el mismo procesador habla “Zorritainsatisfecha”, evidentemente su esposa, ama de casa, que ofrece felaciones a distancia a cambio de que alguien ponga letra a su relato de cuarentona hastiada y a quien convenga en que la vida de hotel en hotel que le ofrecía Iberia habría sido más seductora.

El padre Félix se hace llamar “Eunuco40”. Es un cura atormentado por haber comido un pepito de ternera una tarde Cuaresma de 1998 después de Jesucristo. Cometido el acto impío y al saber que su alma arderá eternamente en el infierno por haber mascado la carne de su Señor, se dedica a subastar en “Ebay” el pene que piensa mutilarse en señal de autocastigo. Las pujas ya superan los 5.300 euros.

La cara buena la pone Hermenegildo Hierbabuena, un afamado empresario de la construcción, miembro de Greenpeace, medalla al mérito del trabajo, hijo de predilección. Nadie sabe que en su intimidad le conocen por “venquetelachupo”. Pero sus conversaciones nada tienen que ver con el sexo. Sólo trata de despistar. Se pasa la tarde tejiendo influencias y moviendo hilos. Del despacho a sus micrófonos, desde donde pone a parir a todo aquel que no le beneficia, en nombre de la ciudadanía y del progreso.

“Rania” se traga toda la prensa Rosa. Se sabe de memoria los escarceos de Paquirrín, los ligues de Nuria Bermúdez y las medidas de Elsa Pataky. En mi último espionaje me enteré de que tiene sólo 18 años y le gusta coleccionar cosas. Cuando terminó de llenar la habitación de utensilios sustraídos de hoteles en segunda línea de playa se dedicó a coleccionar fobias. Ahora le tiene miedo al sol así que se pasea por la playa con una sombrilla de propaganda de Kalise.

Podría seguir, mi lista es extensa. Tengo a un consejero sentimental jubilado, una activista animal con malas pulgas, un enfermero enfermo, un misionero sin misión, un chapero trepa, un heavy pajillero, un camello que compra y vende éxtasis líquido, un “broker” que vende y compra el dinero del éxtasis.

Sus destinos son miserables, no tienen donde esconderme sus vergüenzas. Algunas veces he tratado de cambiar el guión de su película enviándoles algún mensaje anónimo. Pero prefiero mirar, ver y espectar. ¿De mi vida qué? No sé, ésta es la que tengo. Quizás todo sería diferente si hubiera invitado a Alba al cine. Si alguna vez hubiera visto más allá del marco de su ventana. Si alguna vez hubiera olido el perfume de sus sábanas.

publicado con motivo de la Bienal Off de Arte, Lanzarote 2007

jueves, 15 de mayo de 2008

Sin palabras


Ella recibe el sol en primera línea. Lo ve antes que nadie, alongada al océano. Le gustaría despertar con el tumulto de piedras y olas, con el cimbreo de las palmeras. Y quedarse quieta disfrutando de esa reyerta mañanera. Pero antes de que fuera sea lumbre, la posología de placebos la arroja del lecho. Motiván, pharmaton, termalgin, lecitina de soja, levadura de cerveza, aleta de tiburón, patas de gallo, sombra de ojos...

Su esposo resopla los últimos compases del sueño MOR. Ella seca el espejo donde ocultaba hace un año mensajes cachondos para que él los descubriese bajo el vaho de la ducha temprana. Se peina vigilando las raíces. Se mira con la luz ladeada para disimular las manchas. Café doble en sigilo y acude a la cita en la terraza, aún cuajada de sereno.

Él no ve el mar. Le queda a cara cubierta. Pero vuela a su encuentro antes siquiera de que remita la erección matutina. Corre por la avenida espantando ancianas, aprisionado en las mallas de caucho, sudando sin derramar gota. Acorta el paso al acercarse a su balcón. Ahí está de nuevo. La mira de reojo. Tiene la bata entreabierta, y pálidas las piernas. Piensa que tendrá 35 años, que estará divorciada y que espera la hora de llevar a los chinijos a la escuela. Una madraza.

Ella especta su galope. Le echa 37. Por lo del 'footing' debe mantener un espíritu joven. Le gustará viajar. Hacer locuras, como de adolescente. Por esas mallas, ha llegado a una edad en que no le importa lo que piensen los demás, seguro. Tiene personalidad. Es independiente. Debe de ser relaciones públicas de algún hotel. Uno de esos que embauca con sólo un buenos días. Casi puede escuchar una de Bruce Springteen desde su mp3.

Él le da al "foward", buscando aquella de The Bangles que grabó sin querer un día mientras se bajaba una antología de Manzanita. No entiende el inglés pero supone que dice algo romántico: "Close your eyes, give me your hand, darling. Do you feel my heart beating...". Él se imagina de rodillas atrapando su anular con baño de oro, como en un telefilme de sobremesa.

Ella sueña que él se encarama al balcón, viril y ágil como un marine. Que le tapa la boca y le arranca el camisón. Que le alegra la mañana. Que le quita ese dolor de cabeza. Que ni las cápsulas rojas, ni la pulsera imantada, ni el agua de Vichy, ni aquellas pinzas para las orejas que anunciaba Jesús Puente.

Ella no quiere saber su nombre, sino que la despierte cada jornada y se marche sin mediar palabra después de poseerla a la intemperie.

Él confía en un gesto de amor. El periódico en la mesa, los niños con la camiseta de la Unión Deportiva, el bullir del caldero, el olor del avecrem, la lámpara de Ikea, los domingos en Famara, la arena en los sillones del coche, las uvas, los Reyes y San Patricio en una taberna de Fariones.


Ella cree que él olerá a Paco Rabanne, que juega a los dardos, que sube en moto y no se depila las piernas. Él huele a Lacoste, practica tantra y llama al tarot alguna vez para ver qué hace mañana. Él piensa que ella le hará reír. Él envidia su vida y la vida de él, la envidia ella. Pero sólo se miran. Nunca hablan

publicado en Diariodelanzarote.com