lunes, 23 de junio de 2008

Los calzoncillos verdes


Todo comenzó con unos calzoncillos verdes. Un verde taciturno, desgastado por el siroco. Nació entonces, con tres años y pocos meses, porque más atrás aparece borroso, oscuro, apenas distinguible. Y como alguien le dijo alguna vez, quizás lo pensó él mismo aunque no se acuerde: “¡Amigo!, sólo somos química cerebral. Somos sólo memoria”.

En su memoria, lo último o lo primero según se mire, toma forma de pieza de ropa interior de una talla superior a la adecuada, con minúsculos orificios de ventilación en las partes posterior y anterior, y apertura lateral para la extracción del pene durante la micción. Unos calzoncillos con los que descubrió el miedo de exhibir al mundo su cuquita y se aferró a la seguridad de aquel primer tapujo, como un pecador a una hoja de parra.

Últimamente le ha dado por remover arcones, marcar septiembres arrancados o rescatar del polvo cachivaches, que colocados en orden cronológico sugieran una herramienta mnemotécnica para sostener una historia casi real, al menos verosímil. Para hilar cuentos que hablen de sí, cuando la acetilcolina se evapore como agua temprana.

Ha colgado el único cuadro que pintó y que regaló al primer beso sincero. Dibujó el Timanfaya aún sin haberlo visto. En vivo le sorprendió comprobar que aquel paisaje era casi idéntico al que soñó, de no ser porque en su adolescente imaginación el volcán aparecía sembrado de strelitzias. Al contemplarlo ahora olerá las piedras desde la maresía y el picón bajo los verodes.

Usa para dormir la camiseta con la que la abuela practicaba tai-chi. Sabe que al tenerla cerca, ella volverá sudando leche de almendras, con los ojos cuajados de azul, cantando sin saber la letra, sonriendo sin chiste concreto. Al irse a acostar se peinará y pintará de carmín sus labios. Por las mañanas se fundará la bata para hacer la compra y se verá guapa, ¡tan guapa! Porque hay bellezas que no residen en los ojos del que mira.

Un día la abuela se sentará bajo la ventana, vestida de negro silencio. Esperará y esperará. Cuando haya restañado sus lágrimas, el abuelo regresará de la finca apestando a tierra mojada y ella lo recibirá con la comida recién hecha y la raya del pantalón marcada.

En un rincón del desván encontrará la bici, el caballo balancín y aquel libro donde cabían la Tierra y la Luna. Los abuelos le dejarán colgar, como él siempre quiso, los espumillones para decorar el salón en pleno julio. Aunque la vecina diga que da mala suerte, si todavía no es Navidad. Le permitirán viajar a “América” a recolectar mangos y guayabas y al “Lejano Oeste”, donde las pencas crecen en un resquicio de paredes muertas.

Disfrutará de cucharadas furtivas de leche en polvo, del primer trozo de pan que salga de la talega. Podrá elegir entre helado de fresa y vainilla. Los caramelos de Tirma se rellenarán todos de cereza. Los coditos de pan frito engañarán al potaje y las rodajas de plátano en el arroz le harán el trago más fácil.

Volverá a rodar por las rubias dunas, cuesta arriba, librándose de la arena. Correrá marcha atrás por la playa hasta que el sol rompa en sangre por el este, convirtiendo el tibio verano en una cascada de flores y brotes de ciruelas.

Quizás la tienda quede más lejos y el bote del azúcar, inalcanzable. Los árboles serán más altos, los peldaños más quebrados, los voladores más estrepitosos y más pesada la maleta. Pero los domingos volverán a divertirle y la virgen se asomará a saludarle desde su carro de plata.

Llegado el momento, él olvidará que la gente prefiere hablar a oír en boca ajena, que cuesta quitarse legañas en ojo propio porque no se ve sin espejo. Olvidará que su único tesoro lo guardaban los recuerdos que nadie podía hurtar. Imagina, por lo que ha leído, que un día ya no sabrá quién fue ni qué contó. Para acabar, en un respiro de las tinieblas, volverá a contemplar aquellos calzoncillos verde chillón, con la apertura lateral que nunca usó.

Dicen que con poco más de tres años le gustaba quitarse los calzoncillos por completo y mear de pie, con el culo al aire y la puerta del baño abierta, para sentir el lascivo fresco de la corriente al pasar entre sus piernas y acariciar sus testículos. Sin preocuparse por estar desnudo. Tal y como vino.

publicado en la revista Mass Cultura

miércoles, 4 de junio de 2008

Cuentos a medias desde la urbe


Por la ventanilla asoman las primeras luces de la gran urbe. Pronto se reflejan en el cristal de los majestuosos edificios que han conseguido apagar el cielo para siempre. Después de ocho horas de inglés chapurrado poco más puedo averiguar de Lisa, una joven tejana que vive en Florencia y que antes de volver a casa por vacaciones ha decidido camuflarse también por primera vez en la ciudad que nunca duerme.

Me mira con cara entre indolente e incrédula cuando le explico que San Antonio de Texas (su ciudad natal) fue fundada en 1731 por 15 familias canarias y que quizás somos primos lejanos. Se ríe y me da el sí de los locos. Incluso para una estadounidense “viajada” es difícil colocar sus orígenes en una tierra que aún olvidan algunos mapas. Antes de que intente psicoanalizar si siendo simpática pudo votar a Bush nos perdemos de vista en la cinta de equipajes. Supongo que será otra de esas historias de la que nunca conoceremos ni su principio ni su final.

La noche en Manhattan destella. El taxi amarillo cruza Times Square, con sus cientos de neones y pantallas gigantes por donde corren índices bursátiles y anuncios de maquillaje. Un decorado abigarrado de sueños consumistas ante el que sucumben unos ojos encandilados en busca de placer efímero, como absorbidos por fuegos de artificio.

A la otra orilla del Hudson el derroche energético desaparece, las tiendas son más austeras, las calles más sucias, el candil más tenue y hasta las ratas se atreven a merodear los cubos de basura. En los barrios más humildes la gente pernocta más que duerme, esperando algún día poder cruzar el puente. Es más difícil ser pobre tan cerca de esa manzana de caramelo.

Despierto el día en el metro, para mi sorpresa siempre hay quien te mira, quien se disculpa cuando tropieza contigo y hay quien busca el calor de una conversación en medio de la vorágine y las prisas. Como ese señor enjuto que se acerca a la chica con gesto de institutriz para comentar el libro que ella tienen entre sus manos y que él ya ha leído. En la calle, una rubia azuza a su coqueta ‘bobtail’ para que tope con el labrador de un joven estirado e impoluto. Comienzan hablando de sus mascotas y acaban… ¿Quién sabe? La corriente humana me deposita en acera lejana, muy distante el cortejo de mis oídos.

Detrás de las mamparas de los “dinners”, inmigrantes latinoamericanos sortean las mesas, amasan la jornada con harina y limpian la barra del bar con las fuerzas que da el sueño de América (nombre adueñado por esta parte del continente). “En esta ciudad se sufre mucho” comenta una dominicana fan de “Rafael de España” y José Luis Perales. Parece una paradoja en boca de quien asegura haber huido de la miseria, pero que echa tanto de menos su familia y su cálida tierra de playas húmedas. Ninguno de nosotros daría marcha atrás viendo tan cerca el “bienestar”.

En Nueva York no hay sitio para flaquezas, todos han venido a buscar el éxito. Gimnasios, boutiques de moda, centros de belleza, tiendas de dietética, multinacionales, universidades de prestigio, bufetes de abogados. Aquí todos quieren ser más jóvenes, más fuertes, más ricos, más listos y más guapos. Quizás como en cualquier otro lugar, pero uno se da más cuenta cuando tiene tiempo para ser testigo sosegado de ocho millones de fragmentos de vida.

En el recuerdo me llevo borrosas tantas caras que vi, tantas miradas indiscretas que me permitió el anonimato, tantas conversaciones a medias. Y aquel estudiante ‘yanqui’ de voz portentosa, que brindaba su increíble talento a cambio de unos dólares. Y la manera en que se esforzaba en entonar una de Fito Páez en castellano para amenizar la espera subterránea.

“Llevo la voz cantante, llevo la luz del tren, llevo un destino errante, llevo tus marcas en mi piel y hoy sólo te vuelvo a ver. Todos giran y giran, todos bajo el sol, se proyecta la vida…” No hay tiempo para más, el metro llega y no espera por nadie.

domingo, 1 de junio de 2008

Soledad




Soy la mayor de cinco hermanas de piel suave y rosada, tantos años oculta bajo los refajos y la sombrera. Me llamo Soledad, porque a mi madre le vinieron los dolores antes de tiempo y me parió sola en el patio mientras se dejaba los nudillos en la pila de lavar. Las tías vendían calabazas en el mercado y papá estiraba el chinchorro sobre la mar. Hoy cumplo 70 años. Nací con la Guerra y aún guardo en mi cuerpo el estigma de las calamidades. Pero aquello es pasado. Hoy me unté las arrugas con el carmín de cochinilla que escondo en el armario y me he regalado los colores del pañuelo más bonito de la mercería.

En casa viven ocho gatos y algún huésped caradura que se cuela de vez en cuando. Estuve un año buscando nombre para ellos. Si hubieran sido siete, les hubiera puesto como los colores del arcoiris, o si fueran doce, los nombres de los apóstoles. Pero no se me ocurría nada con ocho. Raúl, un niño muy simpático que trabaja en un banco cercano, me sugirió que les llamara como los países más ricos del mundo, que por lo visto forman un grupo de ocho. Yo acepté porque de pequeña en casa había un viejo libro lleno de mapas de Europa con el que entretenía el insomnio, soñando viajar donde corrían los ríos y brotaban las flores.

La gente que no me conoce y me oye gritar por la calle: ¡Alemania!, ¡Italia! ¡Venga pa’ casa jodías!, se piensa que estoy chocheando. Pero a mí me da igual que me miren raro, ya lo hacen cuando me enredo hibiscos rojos en el pelo y canto canciones de Rocío Jurado mientras tiendo las bragas en la azotea. ¿Sabían que una vez leí que los gatos también ronronean cuando están enfermos o asustados?, y dicen que lo hacen para tranquilizarse a sí mismos. Pues yo canto cuando me encuentro nerviosa y mi voz retumba por toda la casa. Me gusta oírme más fuerte por el eco de tantas habitaciones vacías.

Hace diez años que murió mi marido y el único hijo que vivía conmigo se marchó a Las Palmas hace cinco, porque se casó con una canariona. Echo de menos la compañía, pero no tanto los días que pasé inventado coplas entre los fogones y el balde de la loza. Mi vecina Engracia dice que ese guineo daba sentido a su vida. Pero ella es muy de su casa. Yo por las mañanas apenas asoma el sol me escarmino los rizos castaños y busco los rayos detrás de la puerta. Raúl pasa tan guapo y atildado oliendo a fragancias caras sin apenas tiempo para dejarme un “buenos días”.

En la tienda todas las alegadoras me saludan cual coro de gallinas desafinadas. No entienden cómo, después de tantos avatares, me contoneo tan risueña por las callejas. “La pobre está loca”, oigo comentar a alguna con compasión. Quizás lo dicen porque en las noches de calor me han visto bañarme a plena luz de la luna, desnuda, cerca de los arrecifes. No saben qué gusto da sentir los pechos meciéndose a merced de las olas. Flotando como si no fueran míos. Y entregarme a la oscuridad del frío océano.

En la ribera sigue Julián, otro pensionista. Se dedica a contar las piedras de la playa durante la bajamar. Las agrupa en montoncitos de diez y ha llegado a sumar más de 10.000 callados. A mí me parece un poco aburrido, porque la marea siempre acaba por destrozar el trabajo de horas. Él dice que si un día terminara de contar las piedras de toda la playa no sabría qué hacer en la vida. Imagino que lo mismo le pasaría a Raúl si un día lo sacaran de su ordenador y le confiscaran la calculadora.

Hoy he aprovechado para caminar con el pañuelo nuevo por la avenida, donde los viejos verdes me siguen desnudando con la mirada. Me siento guapa. He ido al mercado y me he dado unos caprichos: unas fresas, unas cerezas, un mango y unos claveles para decorar el mueble del salón. En el calendario tengo señalado el día 20 para acordarme de que tengo el pasaje para ir a ver a mi hijo a Las Palmas. Es la primera vez que voy a viajar en avión, pero no tengo miedo. Todos los días doy gracias a la virgen de los Dolores por darme salud para valerme por mi misma y disfrutar de todo esto. Hasta que Dios quiera.