miércoles, 21 de enero de 2009

Flores secas


Migajas de flores secas al borde de la carretera. Cruces astilladas, templetes y pequeñas lápidas en las cunetas. Siempre le impresionó esa imagen, desde que recuerda mirar como miran los niños, por la ventana de atrás del coche. Le habría gustado entonces arrancar alguna flor y ponerla allí hasta que el sol la abrasase, como hacía en el cementerio con las tumbas que nadie miraba. De pequeño uno cree en el cielo y en que las almas se alegran con colores. Cuando eres enano ni siquiera te da miedo hablar con los muertos. Pero eso era antes. Hoy viaja sin pedales bordeando la costa suroeste de la isla y decide fijarse: una pequeña capilla con tejas, una cruz clavada sobre un montículo, en sólo un par de kilómetros. Quizás quien las puso allí considera que en el sitio donde uno muere queda el alma. Quizás los recuerdos tiemblan en la memoria y uno se aferra a una cruz ardiendo. Quizás sólo sea una advertencia, una marca rabiosa en aquel lugar donde se perdió la vida, que siempre se apaga, como las velas, antes de tiempo. Tiene prisa, acelera. Le gustaría creer en el cielo, volver a pensar que caminar hasta la cuneta con flores en la mano no es sólo un consuelo.