lunes, 16 de febrero de 2009

Mi ipod


Se abren las puertas sin que apenas quede tiempo para escuchar el silbato. Con la cara acontecida, miles de madrugadores salen en estampida del vagón, como galgos de sus casetas tras el conejo de mentirita. Suena "Maniac", de Flashdance, y la escena se vuelve cómica. Me imagino a los yupis con calentadores adelantando frenéticamente a las escaleras mecánicas, veo a las doñas cubiertas de pellejos lanzándose por el pasamanos en una orgía discotequera. Mi ipod tiene una ruedecita, redonda como las ruedas, con la que le pongo canciones a la vida que pasa por delante.

Primero fue el walkman, después el discman, el mp3, el mp4... Descubrí un día que el silencio duele, otro día me di cuenta de que más duelen los comentarios. Por eso, la música ahora me acompaña siempre. En el gimnasio dejé de oír las críticas hacia mi barriga o las conversaciones triviales y estúpidas de esos ejemplares que desayunan clembuterol. Por la calle ya casi no escucho las pitas de los coches, ni su zumbido exasperante, casi ni huelo su rastro de humo. En el parque me acompaña Bob Dylan, El Combo Dominicano y hasta Vivaldi despertando a los pájaros.

Si llego a casa las discusiones de mi madre con su nuevo chulo son una melodía de fondo que no consigue asustar a Shakira. Ni siquiera puedo oírle cantar los goles del Real Madrid. Ya casi ni veo cómo pone sus pies sobre la mesa. Mi ipod tiene 80 gigas. En él me caben todos los años de carraspera de Chabela Vargas y los excesos de Amy Winehouse. Miro los labios de mi madre cómo se mueven. Asiento y vuelvo a mi refugio. Antes de salir de mi habitación volveré a colocarme los auriculares. Volveré a escuchar la banda sonora que me hace más cortas las esperas, más entretenidos los viajes, más mudas las palabras.