martes, 3 de noviembre de 2009

Treinta y uno



31 podría ser sólo un número. Un simple dígito de invención hindú-arábiga que representa una cantidad. Una de las cifras creadas desde que el humano comenzó a razonar para poder poner orden en el caos. Pero hoy es mi número. Es el número de veces que he visto este planeta nuestro deshojando sus estaciones en su baile a 29,5 kilómetros por segundo alrededor del Sol. Es la cantidad de calendarios estrenados, de almendros florecidos, de veranos que he buscado antes de tiempo. Un número que habla a escondidas de quien he sido, de un lugar y un momento.


Me da por pensar que a estas alturas, si la especie humana hubiera germinado en Marte, yo ahora tendría 16,5 años, ya que allí un año dura 668 días marcianos, que constan de 24 horas y 39 minutos. Sería un marciano adolescente agobiado por cursos escolares enormes, sin dinero aún para comprarme una nave o pagarme un viajito al Valles Marineris, que es como el Cañón del Colorado pero mucho más grandioso y rojo.


Imagino haber nacido en el Paris medieval o en la Grecia clásica. Claro que no habría sido yo, aunque genéticamente fuera una réplica exacta, porque jamás me habrían ocurrido las mismas cosas ni habría aprendido de la misma gente. Seguramente en aquellos tiempos respiraría aire más puro, contemplaría más peces en el mar y estrellas en el firmamento, pero nunca habría visto la tierra desde el cielo a 10.000 metros de altura.


Me habría críado sin televisión, ¿lo entienden? Sin Espinete, sin la doctora Ochoa, sin Eva Nasarre, sin las Mama Chicho... Hubiera leído a Homero, pero nunca “Las nanas de la cebolla”. Ni siquiera los de ABBA se habían juntado para separarse, la Jurado no sería aún ni el ADN de un gameto, Simon estaría aún buscando a Garfunkel, y ¿cómo iba yo así a ponerle letra y música a mis paisajes?


Si hubiera nacido en otro sitio o en otro tiempo con 31 ya sería, a lo peor, un hombre casi mayor. Gozaría de menos esperanza de vida, tal vez ninguna, porque dudo que sobreviviese apenas una semana en este mundo, ya que los médicos con sus herramientas no podrían salvarme de la estenosis pilórica con la que nací.
Me alegro de vagar por este planeta desde 1978. Doy gracias a los que antes lucharon, investigaron y amaron para darnos la vida a los que vinimos luego. Me alegro de haber cruzado mi camino a la altura justo en que ustedes caminan ahora el suyo. Ni antes ni después, porque nada... seguramente nada habría sido lo mismo.

jueves, 27 de agosto de 2009

Hoy es jueves


A veces te he deseado la muerte. ¿Sabes lo miserable que me siento cuando ansío que acabe este tormento? A menudo sueño con paisajes que nunca he visto, con una tarde de cotufas y una miga de sol entre palmeras. Algunas noches he querido huir barranco abajo y subirme al primer barco que merodee la orilla mientras duermes. ¿Sabes lo que me odio cuando imagino ese instante en el que descanses para siempre, cuando anhelo que mis recuerdos te traigan de nuevo llena de vida, trenzando la siesta a la sombra de las buganvillas, durmiéndome en tu regazo de lana y mimbre?

De pequeña me enseñaste a querer como tú querías, a pelar la fruta, a moler la verdura, a servir la mesa. A tu imagen y semejanza. Aprendí que nadie puede aprender a caminar sin una mano que le guíe. Pero creí que mi mano nunca temblaría. Arranco las pipas de tus uvas, como tú hacías. Te las doy a cachitos, igual que tú solías hacerlo. Pero esta vez sin la ilusión de que mañana me sorprendas con una nueva palabra.

La mañana se arrastra. Un capítulo del último ‘best-seller’. El chico del súper llega con la compra. Me preguntas, como ayer, si hoy es jueves. Llega el cartero y le arrebato una conversación a media boca, desesperada por que se quede. Comida. Telenovela. Me preguntas, como antes, si hoy es jueves. Te ducho. Te cambio el pañal, creo que con el mismo empeño que tú ponías cuando yo era pequeña. La vecina pasa, me habla de sus dolencias y me cuenta anécdotas de tu infancia. Me repite cuando subieron a la presa a robarle la ropa a aquellos chiquillos que se bañaban desnudos.

De noche leo en voz alta para dormirte. Sin saber si me entiendes. Hoy repaso Hansel y Gretel. ¿Te acuerdas cómo me fascinaba pensar de niña que en algún lugar del vecino bosque vivía esa bruja antropófaga en su casita de caramelo? Me gustaban aquellas historias en las que siempre ganaban los buenos. A veces, entre segundo y minuto, me aferro a ti buscando una luz en el fondo turbio de tus ojos y lloro abrazada a tu cuerpo inmóvil. Te pido perdón por haber querido que te marches..., porque ni siquiera sé si es lo que deseas. Tú me contemplas sin mirarme. Hace tiempo que no te pones ya triste, sólo quieres saber si hoy es jueves.

Este breve relato va dedicado a Pepe (Valsequillo), Ana (Mogán) y Jacinto (Playa de Mogán), quienes han dedicado los últimos años de su vida a cuidar de familiares dependientes.

lunes, 20 de julio de 2009

Buscando el sur


La calle susurra y ya estás tiesa. Con unos kilos más, pero la misma gracia de hace 20 años, cuando los ancianos alemanes te dejaban quinientas pesetas de propina por cantarles la Zarzamora mientras pasabas tú el Pronto y tú el paño. La ciudad de madrugada es naranja, un naranja enfermo que apaga el verde de tus ojos. Con la sombra en la cintura sueñas en tu baranda, igualita que la gitana de Lorca. La guagua resopla en la humedad de la mañana y buscas el sur, porque después de allí dicen que ya no queda nada.

A las ocho ya estás sacudiendo el polvo de la 201.Siempre sueñas con un veranito lejos del hotel, despertar con la cama hecha, junto a un hombre que rezuma fragancia de melón y te marca a besos la espalda. Y correr desnuda por los pasillos mientras vuelan las cortinas blancas. Siempre deseaste haber sido más simple y no darte cuenta de que hay mañanas que empiezan con el sol.

El verano huele a césped, a cloro y a lejía. El calor se atisba en una pelusa que baila sobre el sillón y que se vuelve rubia con la luz que se cuela por la puerta de la terraza. El verano se queda en el fondo de un bote de aceite de coco a medio gastar. Se evapora con el frenesí del aspersor, con el sudor del asfalto. El verano quema y raja las manos, pero no hay domingo que valga más caro que una limosna

Otro día más y no te atreves a perder la guagua. Marcos se ha peleado en la escuela. Le curas las heridas, le acaricias el pelo como aquel día en que su madre cerró la puerta para siempre. La tonga de ropa, la mesa camilla, los platos vacíos, el punto de cruz, una cena sin velas, silba la olla, habla el televisor, llora la ducha, callan los grillos, grita el despertador… la calle susurra y ya estás tiesa. Con los huesos desgastados, pero tiesa, para que nadie se dé cuenta.

martes, 21 de abril de 2009

Goodbye my friend

No puedo evitarlo. Cada vez que cocino setas al vino blanco o suena una de James Blunt. Es increíble como la mente, cuando descubre cosas nuevas, acaba atando esos recuerdos a fuego a quien nos los mostró por primera vez. No fue siquiera un amigo, más bien un conocido de un amigo. Pero, a veces, basta una cena entre colegas y una charla musical.

Hay gente que encuentras raramente. Le gusta andar desnuda, ni se preocupa de maquillarse para recibir visitas, no te vende el cielo en parcelas. Recuerdo como traducía las letras del inglés. Con los pelos de punta, buscando en su vida esos versos en estéreo. La manera histérica en que apagaba las colillas, las ganas de correr más rápido que el reloj.

En Brooklyn Follies (Paul Auster), leí que toda persona merece que escriban un libro sobre su vida, porque mientras alguien lo lea es como si siguiera aquí. Quizás alguno haya tenido la suerte de conocerlo mejor, más allá de esas veladas musicales y de una mirada apacible. Quizás entonces esa persona pueda alargar estas míseras palabras.

Ese libro podría comenzar así:
Julio nació en 1979 con nombre de pintor, pero dedicó su corta vida a su vocación: sanar el dolor ajeno. Su canción favorita era “Goodbye my lover, goodbye my friend”, de James Blunt, y en cinco minutos preparaba unas setas al vino blanco para chuparse los dedos...
Yo, realmente, no supe mucho más de él.
Cuadro: Canto de amor (1905) Julio Romero de Torres.

lunes, 16 de marzo de 2009

Luces de colores




Quisiste morir de un orgasmo, arrancarte en un grito las entrañas. Quisiste volar tan alto hasta tocar el cielo, como decían las letras de aquellas canciones. Teñiste luces de colores, buscaste de día las estrellas. Velas de cuero y cristal, jadeos de licor.

Quisiste ser eterna como la luna, que siempre vuelve a la noche. Con tacón de carne y la aguja caliente. Soñaste retorcerte en la penumbra, rendirte en bragas al torbellino, vivir sin aire hasta la dulce asfixia. Sangre de toro y carmín.

Tomaste el amor en dosis, hasta que nadie podía quererte como tú querías. El corazón marca el paso sintético. Perfume de fiesta y festín de látex. Bajas mirada, con la garganta reseca y los sueños dormidos. Cómo duele la luz, cuando no es de colores.

lunes, 16 de febrero de 2009

Mi ipod


Se abren las puertas sin que apenas quede tiempo para escuchar el silbato. Con la cara acontecida, miles de madrugadores salen en estampida del vagón, como galgos de sus casetas tras el conejo de mentirita. Suena "Maniac", de Flashdance, y la escena se vuelve cómica. Me imagino a los yupis con calentadores adelantando frenéticamente a las escaleras mecánicas, veo a las doñas cubiertas de pellejos lanzándose por el pasamanos en una orgía discotequera. Mi ipod tiene una ruedecita, redonda como las ruedas, con la que le pongo canciones a la vida que pasa por delante.

Primero fue el walkman, después el discman, el mp3, el mp4... Descubrí un día que el silencio duele, otro día me di cuenta de que más duelen los comentarios. Por eso, la música ahora me acompaña siempre. En el gimnasio dejé de oír las críticas hacia mi barriga o las conversaciones triviales y estúpidas de esos ejemplares que desayunan clembuterol. Por la calle ya casi no escucho las pitas de los coches, ni su zumbido exasperante, casi ni huelo su rastro de humo. En el parque me acompaña Bob Dylan, El Combo Dominicano y hasta Vivaldi despertando a los pájaros.

Si llego a casa las discusiones de mi madre con su nuevo chulo son una melodía de fondo que no consigue asustar a Shakira. Ni siquiera puedo oírle cantar los goles del Real Madrid. Ya casi ni veo cómo pone sus pies sobre la mesa. Mi ipod tiene 80 gigas. En él me caben todos los años de carraspera de Chabela Vargas y los excesos de Amy Winehouse. Miro los labios de mi madre cómo se mueven. Asiento y vuelvo a mi refugio. Antes de salir de mi habitación volveré a colocarme los auriculares. Volveré a escuchar la banda sonora que me hace más cortas las esperas, más entretenidos los viajes, más mudas las palabras.

miércoles, 21 de enero de 2009

Flores secas


Migajas de flores secas al borde de la carretera. Cruces astilladas, templetes y pequeñas lápidas en las cunetas. Siempre le impresionó esa imagen, desde que recuerda mirar como miran los niños, por la ventana de atrás del coche. Le habría gustado entonces arrancar alguna flor y ponerla allí hasta que el sol la abrasase, como hacía en el cementerio con las tumbas que nadie miraba. De pequeño uno cree en el cielo y en que las almas se alegran con colores. Cuando eres enano ni siquiera te da miedo hablar con los muertos. Pero eso era antes. Hoy viaja sin pedales bordeando la costa suroeste de la isla y decide fijarse: una pequeña capilla con tejas, una cruz clavada sobre un montículo, en sólo un par de kilómetros. Quizás quien las puso allí considera que en el sitio donde uno muere queda el alma. Quizás los recuerdos tiemblan en la memoria y uno se aferra a una cruz ardiendo. Quizás sólo sea una advertencia, una marca rabiosa en aquel lugar donde se perdió la vida, que siempre se apaga, como las velas, antes de tiempo. Tiene prisa, acelera. Le gustaría creer en el cielo, volver a pensar que caminar hasta la cuneta con flores en la mano no es sólo un consuelo.