domingo, 30 de mayo de 2010

La duna


Hacía tres años que no nadaba fuera de los límites donde se hace pie. Hacía más tiempo aún que no corría, que no hacía el amor o siquiera practicaba el sexo. Tenía el “corazón demasiado grande”, le había comunicado el cardiólogo firmando aquel informe que colgó junto a la orla de graduación. Samuel tenía 42 años y más chichas en la barriga de lo que hubiera querido, cuando una tarde se plantó ante la duna.

Altiva, airada, distante, sin mácula, como esas bellezas virginales. Con faldas en pliegues de vapor que se inmiscuyen en el cielo con irreverencia juvenil. Un sol decadente que no se quiere poner rojo y las sombras que se derraman por toda la orilla. Fue entonces cuando Samuel volvió a ser consciente de que, a veces, para el pensamiento de los humanos, la vida cambia en un instante, aunque en realidad llevara cosechando valor durante muchos..., muchos segundos.

Comenzó a gatear torpemente duna arriba sintiendo, con pánico, como se elevaba la vista sobre la penumbra. El corazón comenzó a galopar, sentía como la presión de la sangre obstruía las venas de sus sienes, como las extremidades se le paralizaban hasta el punto de detener su ascensión. Casi no podía respirar. Pero ya era tarde para importarle, porque nadie lo oiría. Nadie podría acudir al rescate.

Con nuevo ímpetu, de un tirón, llegó a la cúspide. Se puso en pie, abrió los brazos sintiendo el aire circular entre los dedos de la mano, entrelazando el viento, y se sintió por primera vez solo consigo mismo, sin sentir terror. Samuel escuchó los violines, unos violines desgarrados que estallaron en un frenesí, una sinfonía que le hizo acelerar el paso por el filo de la duna, despojándose de la ropa a jirones. Desnudo, como en el parto. Podía morir de aquel esfuerzo, pero a veces -pensó- no se puede vivir a cualquier precio.

El miedo lo había atenazado, lo había hecho vulnerable, la generosidad mal entendida le provocó una enfermedad cardiovascular. Se había olvidado de medir sus propias fuerzas, de que uno no puede querer a los demás si no se ama a sí mismo, si no es capaz de correr por una duna sin un móvil desde el que llamar a Urgencias. Descubrió en un segundo que ya nada merece la pena cuando se deja de ser uno mismo.

Samuel perdió hasta la respiración, rodó por la arena abajo en un traspiés. Había vivido tantas cosas antes de aquel diagnóstico, que los recuerdos se proyectaron con más lentitud de lo que esperaba, quizás como en aquel final de Cinema Paradiso. Se sentía feliz, aunque no abriera más los ojos, porque lo había conseguido.

Dos minutos después, en los hondo del valle dunar, comenzó a notar el aire que reventaba los capilares de sus pulmones. El sol se había puesto colorado. Desde fuera un grupo lejano de personas lo contemplaba con gesto de benevolencia. Aquel loco había subido y bajado una duna, literalmente, y se iba sonriendo como si hubiera ganado algún premio.

domingo, 31 de enero de 2010

Lanzarote

De pequeñito acostumbraba a dibujar en libretas del colegio ciudades y paisajes a bolígrafo durante horas. Pude hacer miles, aunque ya no queden sino en el recuerdo. Todos eran imaginados, que no irreales, porque yo sentía haber estado allí alguna vez. Un mundo, un planeta lejano, al que se podía viajar en naves que superaban la velocidad de la luz, quizás donde aquel niño quería jugar para siempre.

Alguien se percató de cuánto me gustaba aquello de trazar líneas y se decidió a pulir mi técnica regalándome un bloc y creyones para sacarme de la monotonía del blanco y azul marino. Por primera vez el cuerpo me pidió pintar un paisaje que jamás había visto en persona y que siendo real, era casi tan imaginado como los de mi fantasía. Había visto por TVE2 algunas imágenes de aquella tierra de colores imposibles y cielo desmigajado en nubes púrpura. Era Lanzarote.

Jamás volví a tocar un lienzo, ni una simple hoja. Allí acabó el color y esa afición con la que había crecido. Años más tarde llegué por un cúmulo de casualidades a visitar la isla. Me sorprendió cómo aquel paisaje de Timanfaya se parecía tanto al cuadro que aún guardaba, si exceptuamos que yo había adornado las faldas del volcán con strelitzias de las que Lela tenía plantadas en su jardín.

En Lanzarote conocí por primera vez lo que es querer y sentirse querido. Descubrí que el amor es antónimo del egoísmo. El cuadro se lo regalé a esa persona. A los 14 meses llegué con mi coche cargado de cajas y la ilusión de estar en el sitio que había soñado desde pequeño. En un paisaje tan fuera de este mundo que hacía a la gente feliz, lejos de las miserias de la Tierra.

En Lanzarote lloré de agotamiento por el duro trabajo, me emborraché por primera vez para olvidar, recibí allí la peor noticia de mi vida, cuando la muerte te arranca a quien te vio nacer y que nunca imaginaste que faltaría. En Lanzarote reí tanto que me dolía el estómago, allí oí una vez el silencio rodeado de remolinos de lava inerte y supe que los amigos son los que están al lado de tu cama cuando estás enfermo. Hoy en día la mayoría de los que puedo llamar con ese nombre siguen siendo de esa isla.

Retengo en mi retina el blanco de los muros recién lavados por el sereno de la mañana, la oscuridad inmensa del manto negro, el verde cansado de las farolas. Guardo en mis oídos el rasguño del rastrillo que peina el rofe, la sinfonía de gaviotas y el ronquido del mar iracundo enfadado con el volcán por haberle robado su espacio. Siento el calor de la arena de aquella playa a la que nadie llega. Huelo a salitre, me sabe a sandía de Manrique.

Cuatro años después me fui, quizás sabiendo que una parte de mí se quedaba dormida entre volcanes. No fue una despedida. Leí meses más tarde de marcharme a Madrid que el destino te va poniendo señales en el camino para orientarte, como pistas en un juego sin razón aparente. Vuelvo en pocos días, como tantas veces he hecho, a llenarme de ti. A quererte como se puede querer a alguien, Lanzarote. A compartir ese mundo irreal. No sé si aquel cuadro sigue guardando los colores del lápiz, pero ya no importa. Sólo fue la señal.