jueves, 29 de mayo de 2008

El cibervoyeur


De pequeño ya me turbaba sobre el alféizar mientras imaginaba el obsceno calor de su vientre rubio. La llamé Alba porque me desnudaba el día iniciándome en sus bragas pálidas y su piel de encaje. A través de la ventana averiguaba a cachos un póster de Alejandro Sanz, de los embuchados en revistas que hacen apología del clítoris. Un perchero de volutas, un escritorio astillado y media silla plegable componían el atrezo de una escena constreñida por aquel marco que me robaba la otra parte de su mundo.

Todavía púber descubrí la red de redes. En el chat ya no me hacía falta ocultarme tras el visillo para observar las impudicias ajenas. Me convertí en hombre de negocios de una multinacional de telecomunicaciones, en patinadora del Carrefour, en padre de familia numerosa y en un ‘cachas’ que rodaba películas porno amateur. Así pude contactar con Helena, reina de las Fiestas, Adriana, políglota guía turística y Roberta, una lesbiana gótica fan de Björk que se enamoró de mis supuestos pechos siliconados, que no eran otros que los de Ana Obregón.

Esta vez de nuevo, la dichosa ventana. Esta vez, la del chat. Me frustraba no poder rebuscar más allá. Atenerme a lo que aparecía sobre la pantalla y esperar impaciente a que aquel privado nunca dejara de destellar indicándome otra frase para leer, que nuevamente aquella persona sin rostro volviera a acordarse de mí.

Los estudios nunca se me dieron mal. Soy gandul pero avispado. Aproveché mi pasión por el ordenador y comencé la carrera de Informática. El café me lo sorbía en la biblioteca de la facultad elaborando meticulosas listas de mis contactos cibernéticos, de mis amigos, de mis amantes, de mis parejas, de mis ‘madames’ y mis esclavos.

En mis ficheros figuraban nombre, edad, profesión, aficiones, gustos sexuales, ideario político, valoración psicológica, una referencia sobre cuál de mis personalidades utilizaba con ellos y un extracto de las conversaciones más interesantes que había mantenido.

Comencé entonces a utilizar mis conocimientos académicos para postularme al mejor ‘hacker’ de todo Internet. Averigüe como inmiscuirme en las conversaciones privadas de novios fugaces y poetas frustrados. Más tarde aprendí a acceder a su correo electrónico, incluso a moverme por el escritorio de su ordenador robando retratos en sigilo y sin dejar huella. Cambié de ‘nick’. Me puse “Bigbrother”. La gente pensaba que era simplemente un ‘friki’ apasionado de los chalecos de lentejuelas de Mercedes Milá. No hay como que te crean imbécil para ejecutar mejor tu poder.

Indagando en la trastienda no he tardado en oler la carnaza que buscaba. “Culitotragón” no es otro que Ernesto Sánchez, funcionario del Registro Mercantil, 37 años, casado y padre de dos mellizas de anuncio de Toys ‘R’ Us. Le gusta fantasear con que es penetrado por una transexual brasileña dotada, que en los preliminares le baila samba carioca sobre tacones de cristal.

Por las mañanas, desde el mismo procesador habla “Zorritainsatisfecha”, evidentemente su esposa, ama de casa, que ofrece felaciones a distancia a cambio de que alguien ponga letra a su relato de cuarentona hastiada y a quien convenga en que la vida de hotel en hotel que le ofrecía Iberia habría sido más seductora.

El padre Félix se hace llamar “Eunuco40”. Es un cura atormentado por haber comido un pepito de ternera una tarde Cuaresma de 1998 después de Jesucristo. Cometido el acto impío y al saber que su alma arderá eternamente en el infierno por haber mascado la carne de su Señor, se dedica a subastar en “Ebay” el pene que piensa mutilarse en señal de autocastigo. Las pujas ya superan los 5.300 euros.

La cara buena la pone Hermenegildo Hierbabuena, un afamado empresario de la construcción, miembro de Greenpeace, medalla al mérito del trabajo, hijo de predilección. Nadie sabe que en su intimidad le conocen por “venquetelachupo”. Pero sus conversaciones nada tienen que ver con el sexo. Sólo trata de despistar. Se pasa la tarde tejiendo influencias y moviendo hilos. Del despacho a sus micrófonos, desde donde pone a parir a todo aquel que no le beneficia, en nombre de la ciudadanía y del progreso.

“Rania” se traga toda la prensa Rosa. Se sabe de memoria los escarceos de Paquirrín, los ligues de Nuria Bermúdez y las medidas de Elsa Pataky. En mi último espionaje me enteré de que tiene sólo 18 años y le gusta coleccionar cosas. Cuando terminó de llenar la habitación de utensilios sustraídos de hoteles en segunda línea de playa se dedicó a coleccionar fobias. Ahora le tiene miedo al sol así que se pasea por la playa con una sombrilla de propaganda de Kalise.

Podría seguir, mi lista es extensa. Tengo a un consejero sentimental jubilado, una activista animal con malas pulgas, un enfermero enfermo, un misionero sin misión, un chapero trepa, un heavy pajillero, un camello que compra y vende éxtasis líquido, un “broker” que vende y compra el dinero del éxtasis.

Sus destinos son miserables, no tienen donde esconderme sus vergüenzas. Algunas veces he tratado de cambiar el guión de su película enviándoles algún mensaje anónimo. Pero prefiero mirar, ver y espectar. ¿De mi vida qué? No sé, ésta es la que tengo. Quizás todo sería diferente si hubiera invitado a Alba al cine. Si alguna vez hubiera visto más allá del marco de su ventana. Si alguna vez hubiera olido el perfume de sus sábanas.

publicado con motivo de la Bienal Off de Arte, Lanzarote 2007

jueves, 15 de mayo de 2008

Sin palabras


Ella recibe el sol en primera línea. Lo ve antes que nadie, alongada al océano. Le gustaría despertar con el tumulto de piedras y olas, con el cimbreo de las palmeras. Y quedarse quieta disfrutando de esa reyerta mañanera. Pero antes de que fuera sea lumbre, la posología de placebos la arroja del lecho. Motiván, pharmaton, termalgin, lecitina de soja, levadura de cerveza, aleta de tiburón, patas de gallo, sombra de ojos...

Su esposo resopla los últimos compases del sueño MOR. Ella seca el espejo donde ocultaba hace un año mensajes cachondos para que él los descubriese bajo el vaho de la ducha temprana. Se peina vigilando las raíces. Se mira con la luz ladeada para disimular las manchas. Café doble en sigilo y acude a la cita en la terraza, aún cuajada de sereno.

Él no ve el mar. Le queda a cara cubierta. Pero vuela a su encuentro antes siquiera de que remita la erección matutina. Corre por la avenida espantando ancianas, aprisionado en las mallas de caucho, sudando sin derramar gota. Acorta el paso al acercarse a su balcón. Ahí está de nuevo. La mira de reojo. Tiene la bata entreabierta, y pálidas las piernas. Piensa que tendrá 35 años, que estará divorciada y que espera la hora de llevar a los chinijos a la escuela. Una madraza.

Ella especta su galope. Le echa 37. Por lo del 'footing' debe mantener un espíritu joven. Le gustará viajar. Hacer locuras, como de adolescente. Por esas mallas, ha llegado a una edad en que no le importa lo que piensen los demás, seguro. Tiene personalidad. Es independiente. Debe de ser relaciones públicas de algún hotel. Uno de esos que embauca con sólo un buenos días. Casi puede escuchar una de Bruce Springteen desde su mp3.

Él le da al "foward", buscando aquella de The Bangles que grabó sin querer un día mientras se bajaba una antología de Manzanita. No entiende el inglés pero supone que dice algo romántico: "Close your eyes, give me your hand, darling. Do you feel my heart beating...". Él se imagina de rodillas atrapando su anular con baño de oro, como en un telefilme de sobremesa.

Ella sueña que él se encarama al balcón, viril y ágil como un marine. Que le tapa la boca y le arranca el camisón. Que le alegra la mañana. Que le quita ese dolor de cabeza. Que ni las cápsulas rojas, ni la pulsera imantada, ni el agua de Vichy, ni aquellas pinzas para las orejas que anunciaba Jesús Puente.

Ella no quiere saber su nombre, sino que la despierte cada jornada y se marche sin mediar palabra después de poseerla a la intemperie.

Él confía en un gesto de amor. El periódico en la mesa, los niños con la camiseta de la Unión Deportiva, el bullir del caldero, el olor del avecrem, la lámpara de Ikea, los domingos en Famara, la arena en los sillones del coche, las uvas, los Reyes y San Patricio en una taberna de Fariones.


Ella cree que él olerá a Paco Rabanne, que juega a los dardos, que sube en moto y no se depila las piernas. Él huele a Lacoste, practica tantra y llama al tarot alguna vez para ver qué hace mañana. Él piensa que ella le hará reír. Él envidia su vida y la vida de él, la envidia ella. Pero sólo se miran. Nunca hablan

publicado en Diariodelanzarote.com