lunes, 3 de octubre de 2011

Flores amarillas

Cuando se escribe una historia siempre un renglón antes del final, sabes que llegará ese día en que reconozcas la nueva señal, una de esas que trazó tu camino hasta el hoy. Aquel día después de sentir el bronco colgar del teléfono por última vez, recogí mis pies de la arena. El sol bullía en el infinito. En la avenida un altavoz callejero hizo sonar “The winner takes it all” sin cuento al que venir. Era consciente de que un día escucharía esa canción como metáfora de un partido que jugué en carne viva sin querer ganar.

Volvía al apartamento donde iba a consumar mi soledad cuando pasé junto a una terraza y su vestido sabor pistacho me encandiló la sonrisa. Luego me fijé en su pelo rubio trastabillado y en sus ojos de mármol gris, rotos por una ceguera desde quien sabe cuándo. Sobre la mesa, un café con un beso de carmín rosa y dos flores amarillas, de esas que parecen margaritas pero enormes.

Atrapado por la estampa quise sacarle una foto con el móvil, como portada de un diario en el que ya nunca más contaría mi vida, sino la de los otros. Fue entonces cuando la vi romper a llorar sin sorprenderme, como si las lágrimas respondieran al orden lógico de un guión urbano donde nadie se detiene a mirar.

- Disculpa que ocupe la silla vacía, imagino que no se ha presentado ¿no? Sé que no será consuelo decirte que quisiera llorar contigo, pero no me brota el dolor enquistado en el pecho. Pensaba justo antes de verte en cuántas personas en este momento en el planeta están llorando por desamor, como tú y yo, por ejemplo. Pero también cuántos no habrá naciendo en este instante, cuántos estarán en el culmen de un orgasmo o, para su desgracia o salvación, cuántos no llevan el aliento pendiendo de un hilo que se rompe.

Sé que ahora mismo echas de menos su tarareo equivocado, sus bromas infantiles, sus párpados, sus manos. Intuyo que guardas su esencia en una almohada que nunca lavaste. Sé que te imaginas en tu oscuridad una serie de sombras a cámara lenta en la que se funden retales de todo lo vivido. Risas, besos, juegos, abrazos… sueños.

Déjeme adivinar, seguro que soñaste que construirían una casa de madera junto a un mar meridional, que formarían una familia, que morirías a su lado de vieja rozando tu barriga con la suya. Pensaste que te perdonaría tus pecados y te libraría del mal.

Dime, ¿también lo echabas de menos sin haberlo conocido aún?

(Proseguí después de un silencio sin respuesta)

Dicen que la vida continúa, que aprenderás de todo esto, que te harás más fuerte, que te habrá servido para conocerte mejor, que con el tiempo te quedarás con lo bueno. Dicen también que la gente no cambia, que segundas partes nunca fueron buenas, que no hay consuelo en un café sin cafeína en una tarde como esta…

Piensa que encontrarás otro mejor, que te quiera y te respete. Él no tiene derecho a haberte dejado aquí, esperando, con estas hermosas flores que le traías. ¿Por cierto, qué clase de flores son?

- ¿De qué flores me habla?

(Este relato está basado en los hechos reales vividos por alguien el sábado 24 de septiembre de 2011. Alguien vio a una mujer ciega llorar sobre una mesa con dos flores junto a un café. Estaba sola. Las flores eran gerberas amarillas, aunque ella no las podía ver).

martes, 1 de febrero de 2011

Basado en hechos reales


Salgo del edificio con la cara de la funcionaria taladrando mi neocórtex. Me había respondido como una autómata sin dedicarme ni de soslayo una mirada. Entiendo que mi situación financiera le importe lo mismo que el enigma de la desaparición de las abejas de la miel, pero al menos soy un chico joven, podría haberme mirado con ojos de guarra cuarentona onanista.


Con la indiferencia a cuestas, avanzo por la acera huyendo de las sombras. Los taxistas hacen circunloquios. Sigo caminando más deprisa, sin perder detalle. A la derecha una barrendera comenta a sus compañeros que esta mañana encontró una caja de Viagra. No me da tiempo de oír más. Es un consuelo saber que si el estrés acaba matando mi polla, la química me salvará de la incomprensión.


Un poco más adelante, tres hombres y una mujer lisiada sin techumbre debaten sobre en qué centro de acogida sirven mejor la comida. Es un alivio saber que si un día me quedo en la puta calle, podré elegir menú. Corro porque el semáforo de los peatones se pone en rojo. Al otro lado dos chicos hablan de fútbol, pese a parecer que nunca se han puesto un chándal en la vida. Esperan un nuevo verde sin inmutarse.


Acelero el paso. Escuela de Pilates, masajista, tienda de suplementos de gimnasio, consulta psiquiátrica. Me alegra saber que después de haber amasado lo suficiente, podré encontrar la calma. Un extranjero, alemán quizás, pasa a mi lado con un sarampión de piercings, el pelo mustio y la cara colgando. Lo inspecciono y ni me mira. Va drogado.


Sigo más raudo. En el parque un aborigen se despeña antes de ser capturado. En la puerta del Ayuntamiento estaciona un coche de la Policía Canaria. Se baja un agente con un maletín. Justo enfrente se alquila la sede del PSOE. El anunciante: Inmobiliaria “La Rosa”.


Ya corro. Casi me termino la calle a zancadas y sólo diviso a una rubia de bota alta y muslo pecaminoso con un hermoso currículum entre las manos. Ofrecen 500 euros por una perra perdida en un cartel colgado del último poste. Se llama Sofía y sus “padres”: Betty y Carlos. ¡Mira que poner nombre a los humanos! Entro a la gasolinera buscando un bolígrafo para plasmar este sinsentido, sólo me ofrecen uno de Hello Kitty. Así que decido olvidarlo todo.


Esta historia cotidiana está basada en hechos estrictamente reales. Le ocurrió a alguien ayer mismo en la calle León y Castillo. Alguien que no vive sin ver y no oye sin escuchar. Le ocurrió mientras hacía tiempo para acudir al trabajo.