domingo, 31 de enero de 2010

Lanzarote

De pequeñito acostumbraba a dibujar en libretas del colegio ciudades y paisajes a bolígrafo durante horas. Pude hacer miles, aunque ya no queden sino en el recuerdo. Todos eran imaginados, que no irreales, porque yo sentía haber estado allí alguna vez. Un mundo, un planeta lejano, al que se podía viajar en naves que superaban la velocidad de la luz, quizás donde aquel niño quería jugar para siempre.

Alguien se percató de cuánto me gustaba aquello de trazar líneas y se decidió a pulir mi técnica regalándome un bloc y creyones para sacarme de la monotonía del blanco y azul marino. Por primera vez el cuerpo me pidió pintar un paisaje que jamás había visto en persona y que siendo real, era casi tan imaginado como los de mi fantasía. Había visto por TVE2 algunas imágenes de aquella tierra de colores imposibles y cielo desmigajado en nubes púrpura. Era Lanzarote.

Jamás volví a tocar un lienzo, ni una simple hoja. Allí acabó el color y esa afición con la que había crecido. Años más tarde llegué por un cúmulo de casualidades a visitar la isla. Me sorprendió cómo aquel paisaje de Timanfaya se parecía tanto al cuadro que aún guardaba, si exceptuamos que yo había adornado las faldas del volcán con strelitzias de las que Lela tenía plantadas en su jardín.

En Lanzarote conocí por primera vez lo que es querer y sentirse querido. Descubrí que el amor es antónimo del egoísmo. El cuadro se lo regalé a esa persona. A los 14 meses llegué con mi coche cargado de cajas y la ilusión de estar en el sitio que había soñado desde pequeño. En un paisaje tan fuera de este mundo que hacía a la gente feliz, lejos de las miserias de la Tierra.

En Lanzarote lloré de agotamiento por el duro trabajo, me emborraché por primera vez para olvidar, recibí allí la peor noticia de mi vida, cuando la muerte te arranca a quien te vio nacer y que nunca imaginaste que faltaría. En Lanzarote reí tanto que me dolía el estómago, allí oí una vez el silencio rodeado de remolinos de lava inerte y supe que los amigos son los que están al lado de tu cama cuando estás enfermo. Hoy en día la mayoría de los que puedo llamar con ese nombre siguen siendo de esa isla.

Retengo en mi retina el blanco de los muros recién lavados por el sereno de la mañana, la oscuridad inmensa del manto negro, el verde cansado de las farolas. Guardo en mis oídos el rasguño del rastrillo que peina el rofe, la sinfonía de gaviotas y el ronquido del mar iracundo enfadado con el volcán por haberle robado su espacio. Siento el calor de la arena de aquella playa a la que nadie llega. Huelo a salitre, me sabe a sandía de Manrique.

Cuatro años después me fui, quizás sabiendo que una parte de mí se quedaba dormida entre volcanes. No fue una despedida. Leí meses más tarde de marcharme a Madrid que el destino te va poniendo señales en el camino para orientarte, como pistas en un juego sin razón aparente. Vuelvo en pocos días, como tantas veces he hecho, a llenarme de ti. A quererte como se puede querer a alguien, Lanzarote. A compartir ese mundo irreal. No sé si aquel cuadro sigue guardando los colores del lápiz, pero ya no importa. Sólo fue la señal.