miércoles, 4 de junio de 2008

Cuentos a medias desde la urbe


Por la ventanilla asoman las primeras luces de la gran urbe. Pronto se reflejan en el cristal de los majestuosos edificios que han conseguido apagar el cielo para siempre. Después de ocho horas de inglés chapurrado poco más puedo averiguar de Lisa, una joven tejana que vive en Florencia y que antes de volver a casa por vacaciones ha decidido camuflarse también por primera vez en la ciudad que nunca duerme.

Me mira con cara entre indolente e incrédula cuando le explico que San Antonio de Texas (su ciudad natal) fue fundada en 1731 por 15 familias canarias y que quizás somos primos lejanos. Se ríe y me da el sí de los locos. Incluso para una estadounidense “viajada” es difícil colocar sus orígenes en una tierra que aún olvidan algunos mapas. Antes de que intente psicoanalizar si siendo simpática pudo votar a Bush nos perdemos de vista en la cinta de equipajes. Supongo que será otra de esas historias de la que nunca conoceremos ni su principio ni su final.

La noche en Manhattan destella. El taxi amarillo cruza Times Square, con sus cientos de neones y pantallas gigantes por donde corren índices bursátiles y anuncios de maquillaje. Un decorado abigarrado de sueños consumistas ante el que sucumben unos ojos encandilados en busca de placer efímero, como absorbidos por fuegos de artificio.

A la otra orilla del Hudson el derroche energético desaparece, las tiendas son más austeras, las calles más sucias, el candil más tenue y hasta las ratas se atreven a merodear los cubos de basura. En los barrios más humildes la gente pernocta más que duerme, esperando algún día poder cruzar el puente. Es más difícil ser pobre tan cerca de esa manzana de caramelo.

Despierto el día en el metro, para mi sorpresa siempre hay quien te mira, quien se disculpa cuando tropieza contigo y hay quien busca el calor de una conversación en medio de la vorágine y las prisas. Como ese señor enjuto que se acerca a la chica con gesto de institutriz para comentar el libro que ella tienen entre sus manos y que él ya ha leído. En la calle, una rubia azuza a su coqueta ‘bobtail’ para que tope con el labrador de un joven estirado e impoluto. Comienzan hablando de sus mascotas y acaban… ¿Quién sabe? La corriente humana me deposita en acera lejana, muy distante el cortejo de mis oídos.

Detrás de las mamparas de los “dinners”, inmigrantes latinoamericanos sortean las mesas, amasan la jornada con harina y limpian la barra del bar con las fuerzas que da el sueño de América (nombre adueñado por esta parte del continente). “En esta ciudad se sufre mucho” comenta una dominicana fan de “Rafael de España” y José Luis Perales. Parece una paradoja en boca de quien asegura haber huido de la miseria, pero que echa tanto de menos su familia y su cálida tierra de playas húmedas. Ninguno de nosotros daría marcha atrás viendo tan cerca el “bienestar”.

En Nueva York no hay sitio para flaquezas, todos han venido a buscar el éxito. Gimnasios, boutiques de moda, centros de belleza, tiendas de dietética, multinacionales, universidades de prestigio, bufetes de abogados. Aquí todos quieren ser más jóvenes, más fuertes, más ricos, más listos y más guapos. Quizás como en cualquier otro lugar, pero uno se da más cuenta cuando tiene tiempo para ser testigo sosegado de ocho millones de fragmentos de vida.

En el recuerdo me llevo borrosas tantas caras que vi, tantas miradas indiscretas que me permitió el anonimato, tantas conversaciones a medias. Y aquel estudiante ‘yanqui’ de voz portentosa, que brindaba su increíble talento a cambio de unos dólares. Y la manera en que se esforzaba en entonar una de Fito Páez en castellano para amenizar la espera subterránea.

“Llevo la voz cantante, llevo la luz del tren, llevo un destino errante, llevo tus marcas en mi piel y hoy sólo te vuelvo a ver. Todos giran y giran, todos bajo el sol, se proyecta la vida…” No hay tiempo para más, el metro llega y no espera por nadie.

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