lunes, 20 de julio de 2009

Buscando el sur


La calle susurra y ya estás tiesa. Con unos kilos más, pero la misma gracia de hace 20 años, cuando los ancianos alemanes te dejaban quinientas pesetas de propina por cantarles la Zarzamora mientras pasabas tú el Pronto y tú el paño. La ciudad de madrugada es naranja, un naranja enfermo que apaga el verde de tus ojos. Con la sombra en la cintura sueñas en tu baranda, igualita que la gitana de Lorca. La guagua resopla en la humedad de la mañana y buscas el sur, porque después de allí dicen que ya no queda nada.

A las ocho ya estás sacudiendo el polvo de la 201.Siempre sueñas con un veranito lejos del hotel, despertar con la cama hecha, junto a un hombre que rezuma fragancia de melón y te marca a besos la espalda. Y correr desnuda por los pasillos mientras vuelan las cortinas blancas. Siempre deseaste haber sido más simple y no darte cuenta de que hay mañanas que empiezan con el sol.

El verano huele a césped, a cloro y a lejía. El calor se atisba en una pelusa que baila sobre el sillón y que se vuelve rubia con la luz que se cuela por la puerta de la terraza. El verano se queda en el fondo de un bote de aceite de coco a medio gastar. Se evapora con el frenesí del aspersor, con el sudor del asfalto. El verano quema y raja las manos, pero no hay domingo que valga más caro que una limosna

Otro día más y no te atreves a perder la guagua. Marcos se ha peleado en la escuela. Le curas las heridas, le acaricias el pelo como aquel día en que su madre cerró la puerta para siempre. La tonga de ropa, la mesa camilla, los platos vacíos, el punto de cruz, una cena sin velas, silba la olla, habla el televisor, llora la ducha, callan los grillos, grita el despertador… la calle susurra y ya estás tiesa. Con los huesos desgastados, pero tiesa, para que nadie se dé cuenta.

martes, 21 de abril de 2009

Goodbye my friend

No puedo evitarlo. Cada vez que cocino setas al vino blanco o suena una de James Blunt. Es increíble como la mente, cuando descubre cosas nuevas, acaba atando esos recuerdos a fuego a quien nos los mostró por primera vez. No fue siquiera un amigo, más bien un conocido de un amigo. Pero, a veces, basta una cena entre colegas y una charla musical.

Hay gente que encuentras raramente. Le gusta andar desnuda, ni se preocupa de maquillarse para recibir visitas, no te vende el cielo en parcelas. Recuerdo como traducía las letras del inglés. Con los pelos de punta, buscando en su vida esos versos en estéreo. La manera histérica en que apagaba las colillas, las ganas de correr más rápido que el reloj.

En Brooklyn Follies (Paul Auster), leí que toda persona merece que escriban un libro sobre su vida, porque mientras alguien lo lea es como si siguiera aquí. Quizás alguno haya tenido la suerte de conocerlo mejor, más allá de esas veladas musicales y de una mirada apacible. Quizás entonces esa persona pueda alargar estas míseras palabras.

Ese libro podría comenzar así:
Julio nació en 1979 con nombre de pintor, pero dedicó su corta vida a su vocación: sanar el dolor ajeno. Su canción favorita era “Goodbye my lover, goodbye my friend”, de James Blunt, y en cinco minutos preparaba unas setas al vino blanco para chuparse los dedos...
Yo, realmente, no supe mucho más de él.
Cuadro: Canto de amor (1905) Julio Romero de Torres.

lunes, 16 de marzo de 2009

Luces de colores




Quisiste morir de un orgasmo, arrancarte en un grito las entrañas. Quisiste volar tan alto hasta tocar el cielo, como decían las letras de aquellas canciones. Teñiste luces de colores, buscaste de día las estrellas. Velas de cuero y cristal, jadeos de licor.

Quisiste ser eterna como la luna, que siempre vuelve a la noche. Con tacón de carne y la aguja caliente. Soñaste retorcerte en la penumbra, rendirte en bragas al torbellino, vivir sin aire hasta la dulce asfixia. Sangre de toro y carmín.

Tomaste el amor en dosis, hasta que nadie podía quererte como tú querías. El corazón marca el paso sintético. Perfume de fiesta y festín de látex. Bajas mirada, con la garganta reseca y los sueños dormidos. Cómo duele la luz, cuando no es de colores.

lunes, 16 de febrero de 2009

Mi ipod


Se abren las puertas sin que apenas quede tiempo para escuchar el silbato. Con la cara acontecida, miles de madrugadores salen en estampida del vagón, como galgos de sus casetas tras el conejo de mentirita. Suena "Maniac", de Flashdance, y la escena se vuelve cómica. Me imagino a los yupis con calentadores adelantando frenéticamente a las escaleras mecánicas, veo a las doñas cubiertas de pellejos lanzándose por el pasamanos en una orgía discotequera. Mi ipod tiene una ruedecita, redonda como las ruedas, con la que le pongo canciones a la vida que pasa por delante.

Primero fue el walkman, después el discman, el mp3, el mp4... Descubrí un día que el silencio duele, otro día me di cuenta de que más duelen los comentarios. Por eso, la música ahora me acompaña siempre. En el gimnasio dejé de oír las críticas hacia mi barriga o las conversaciones triviales y estúpidas de esos ejemplares que desayunan clembuterol. Por la calle ya casi no escucho las pitas de los coches, ni su zumbido exasperante, casi ni huelo su rastro de humo. En el parque me acompaña Bob Dylan, El Combo Dominicano y hasta Vivaldi despertando a los pájaros.

Si llego a casa las discusiones de mi madre con su nuevo chulo son una melodía de fondo que no consigue asustar a Shakira. Ni siquiera puedo oírle cantar los goles del Real Madrid. Ya casi ni veo cómo pone sus pies sobre la mesa. Mi ipod tiene 80 gigas. En él me caben todos los años de carraspera de Chabela Vargas y los excesos de Amy Winehouse. Miro los labios de mi madre cómo se mueven. Asiento y vuelvo a mi refugio. Antes de salir de mi habitación volveré a colocarme los auriculares. Volveré a escuchar la banda sonora que me hace más cortas las esperas, más entretenidos los viajes, más mudas las palabras.

miércoles, 21 de enero de 2009

Flores secas


Migajas de flores secas al borde de la carretera. Cruces astilladas, templetes y pequeñas lápidas en las cunetas. Siempre le impresionó esa imagen, desde que recuerda mirar como miran los niños, por la ventana de atrás del coche. Le habría gustado entonces arrancar alguna flor y ponerla allí hasta que el sol la abrasase, como hacía en el cementerio con las tumbas que nadie miraba. De pequeño uno cree en el cielo y en que las almas se alegran con colores. Cuando eres enano ni siquiera te da miedo hablar con los muertos. Pero eso era antes. Hoy viaja sin pedales bordeando la costa suroeste de la isla y decide fijarse: una pequeña capilla con tejas, una cruz clavada sobre un montículo, en sólo un par de kilómetros. Quizás quien las puso allí considera que en el sitio donde uno muere queda el alma. Quizás los recuerdos tiemblan en la memoria y uno se aferra a una cruz ardiendo. Quizás sólo sea una advertencia, una marca rabiosa en aquel lugar donde se perdió la vida, que siempre se apaga, como las velas, antes de tiempo. Tiene prisa, acelera. Le gustaría creer en el cielo, volver a pensar que caminar hasta la cuneta con flores en la mano no es sólo un consuelo.

viernes, 12 de diciembre de 2008

La cola del paro

¡A la cola caracola! Canta una rubia de bote obesa con vello facial, dos coletas, acné y trastorno borderline, que ha confundido la fila con el casting de Fama. En la cola del paro hay una cuidadora de tamagochis sin reciclaje profesional, un taxista daltónico agobiado por las multas y Evelio, siempre paciente tras sus anteojos de pasta negra y su cabello plata moldeado con brillantina. En la vida no ha sido más que contable. No contaba cuentos ni ovejas ni baldosas amarillas, sólo contaba números, válgame la redundancia. Pero llegó la crisis y el cero lo colocó a la izquierda.

Evelio rastrea el suelo cabizbajo. Son las diez. En la playa los surferos aprovechan que en invierno el mar se pone bravucón. Ya los huesos no le responden, pero siempre se preguntó qué se siente cortando las olas a tus pies.

Evelio reparte las migajas de su desayuno con las gaviotas. Son las once. Veinte años y no se había fijado antes en los barcos que faenan en la bahía. Siempre soñó con viajar más lejos de donde se ve.

Evelio construye castillos con la baraja. Son las doce. De pequeño jugaba al póker y al cinquillo, pero ya no se acuerda de las reglas. Es la una. Evelio pone las fichas de dominó en hilera para que caigan una tras otra abriendo figuras. Son las dos y el mundo se para.

En la cola del paro las desgracias son más dulces. Evelio no tiene que sellar hasta dentro de tres meses. Tiene el número 50, cuando llaman al 48, le regala su turno a una negrita dicharachera que habla con acento cubano. Evelio coge el 85, todavía le queda un rato. ¿Y usted, en qué trabajaba?

martes, 18 de noviembre de 2008

Lela Rosa


Rosa del alba, blanca y suave entre el trigo errante. Airosa si te meneas al viento. Vapor celeste, empapadita de rocío. De clavos empuñaste tu mano, sangre púrpura y sudor caliente. Rosa arrebatada, casi loca por el aire madrugador. Se puede ser cándida y traviesa como tú. Siempre joven, aunque escarche. Siempre abrigo, aunque escampe. Se puede incluso enhebrar un aguja si mojas el hilo y guisar el consuelo con raíces. Rosa del cénit, roída por el sol. Curiosa sin pensar en el tiempo. Flor amarga y dulce, como jugo de almendras. Adormilada al sopor de la tarde, fragante Rosa. Quitas olor a la papaya y color al limonero. Robas los ojos a tu espejo y siembras baldío de verde primavera. Hueles, ríes como cuando éramos niños, como cuando jugabas al escondite. Carcajadas sordas, rosa de arena. Sola y acompañada, asolada por el siroco. Retumba el agua cuando no bebes. Bebes cuando lloras. Llueve con la ropa tendida. Rosa tímida, como el mármol rosa. Rosa de espinas, de heridas. Pero siempre hermosa.