Rosa del alba, blanca y suave entre el trigo errante. Airosa si te meneas al viento. Vapor celeste, empapadita de rocío. De clavos empuñaste tu mano, sangre púrpura y sudor caliente. Rosa arrebatada, casi loca por el aire madrugador. Se puede ser cándida y traviesa como tú. Siempre joven, aunque escarche. Siempre abrigo, aunque escampe. Se puede incluso enhebrar un aguja si mojas el hilo y guisar el consuelo con raíces. Rosa del cénit, roída por el sol. Curiosa sin pensar en el tiempo. Flor amarga y dulce, como jugo de almendras. Adormilada al sopor de la tarde, fragante Rosa. Quitas olor a la papaya y color al limonero. Robas los ojos a tu espejo y siembras baldío de verde primavera. Hueles, ríes como cuando éramos niños, como cuando jugabas al escondite. Carcajadas sordas, rosa de arena. Sola y acompañada, asolada por el siroco. Retumba el agua cuando no bebes. Bebes cuando lloras. Llueve con la ropa tendida. Rosa tímida, como el mármol rosa. Rosa de espinas, de heridas. Pero siempre hermosa.
Arrinconados y sepultados por el polvo, en un cuarto sin apenas luz. Los cachivaches resisten rotos al tiempo. Son memoria difusa. Pero siempre llega el día en que alguien da con esa puerta.
martes, 18 de noviembre de 2008
lunes, 10 de noviembre de 2008
El consuelo de las víctimas
Tienen que recomponer sus vidas buscando pedazos bajo el esqueleto de un coche. Tratan de abrigarse con harapos después de salir huyendo de casa. Unas pierden lo único que de verdad tiene valor. Otras siguen vivas, aunque la rutina arda como el infierno. A veces tratan de callarlas con dinero. Otras, ni siquiera pueden hablar. Son las víctimas del delito. Las que se aferran a veces a la Biblia por no encontrar consuelo en el Código Penal. Mejor buscar la justicia aquí en la Tierra, antes que en el Cielo.
Helena se gasta hasta 500 euros al mes en psicólogos. No hay consuelo para quien lucha por convercerse de que no se pierde la dignidad a punta de navaja. Su agresor, un conocido violador en serie reincidente, ha estudiado dos carreras a costa del erario público y pide escolta para cuando salga de prisión. A ella el tribunal la trata de contentar con una indemnización de 150 euros. Quizás no sea el caso más habitual, quizás sólo sea uno de los más llamativos. Tampoco consuela.
Sara dejó de existir sin llegar a los treinta. Para los que no creen en la trascendencia del alma, como ella, probablemente haya vuelto a ese negro absoluto que ni recordaba antes de nacer. Se acabó. Marcos le propinó dos golpes contundentes contra “objetos duros y planos, uno de los cuales le rompió parte de la mandíbula y el otro le produjo una cizalladura en la base del cráneo, que le causó la muerte”. Lo reconoce una sentencia que envía a él a prisión. Según los cálculos del letrado antes de ocho años podrá disfrutar de permisos, podrá tomarse un café en una terraza junto al mar y sentir el calor del tibio sol de invierno calentando los huesos.
Son dos ejemplos, aunque por desgracia hay otros muchos. Quizás nadie se plantee la necesidad de equilibrar la balanza de la justicia. Quizas menos le importa a la sociedad hasta que uno no se convierte en pasto de la fama: en padre de Mari Luz, mujer del atropellado por Farruquito, en otro Neyra o edil discrepante en el País Vasco.
No es que consuele a quien sufre, el dolor del agresor. No se trata del ojo por ojo, tampoco de un sistema únicamente punitivo. Pero a todas luces las penas recogidas en el Código Penal de este país sacan los colores. Los beneficios en recursos y planes para los agresores a veces superan a los esfuerzos que se dedican a resarcir a sus maltratados.
No se es más progresista por defender castigos suaves. El Estado tiene que encargarse ciertamente de garantizar el bienestar de sus ciudadanos. En un país más humano, que reparte sus riquezas, suele haber menos delitos. Eso no hay que mezclarlo con dejar a los infractores irse de rositas.
La vida, la dignidad, la tranquilidad, la intimidad. Los humanos se han reunido en sociedad durante siglos para defenderlas. ¿Si no somos capaces de garantizar los derechos de la gente honrada de qué nos sirve estar juntos? Quizás no consuele saber que la mano ejecutora del crimen está encerrada, o sí. Las víctimas saben muy bien que duelen más las heridas en carne propia.
Helena se gasta hasta 500 euros al mes en psicólogos. No hay consuelo para quien lucha por convercerse de que no se pierde la dignidad a punta de navaja. Su agresor, un conocido violador en serie reincidente, ha estudiado dos carreras a costa del erario público y pide escolta para cuando salga de prisión. A ella el tribunal la trata de contentar con una indemnización de 150 euros. Quizás no sea el caso más habitual, quizás sólo sea uno de los más llamativos. Tampoco consuela.
Sara dejó de existir sin llegar a los treinta. Para los que no creen en la trascendencia del alma, como ella, probablemente haya vuelto a ese negro absoluto que ni recordaba antes de nacer. Se acabó. Marcos le propinó dos golpes contundentes contra “objetos duros y planos, uno de los cuales le rompió parte de la mandíbula y el otro le produjo una cizalladura en la base del cráneo, que le causó la muerte”. Lo reconoce una sentencia que envía a él a prisión. Según los cálculos del letrado antes de ocho años podrá disfrutar de permisos, podrá tomarse un café en una terraza junto al mar y sentir el calor del tibio sol de invierno calentando los huesos.
Son dos ejemplos, aunque por desgracia hay otros muchos. Quizás nadie se plantee la necesidad de equilibrar la balanza de la justicia. Quizas menos le importa a la sociedad hasta que uno no se convierte en pasto de la fama: en padre de Mari Luz, mujer del atropellado por Farruquito, en otro Neyra o edil discrepante en el País Vasco.
No es que consuele a quien sufre, el dolor del agresor. No se trata del ojo por ojo, tampoco de un sistema únicamente punitivo. Pero a todas luces las penas recogidas en el Código Penal de este país sacan los colores. Los beneficios en recursos y planes para los agresores a veces superan a los esfuerzos que se dedican a resarcir a sus maltratados.
No se es más progresista por defender castigos suaves. El Estado tiene que encargarse ciertamente de garantizar el bienestar de sus ciudadanos. En un país más humano, que reparte sus riquezas, suele haber menos delitos. Eso no hay que mezclarlo con dejar a los infractores irse de rositas.
La vida, la dignidad, la tranquilidad, la intimidad. Los humanos se han reunido en sociedad durante siglos para defenderlas. ¿Si no somos capaces de garantizar los derechos de la gente honrada de qué nos sirve estar juntos? Quizás no consuele saber que la mano ejecutora del crimen está encerrada, o sí. Las víctimas saben muy bien que duelen más las heridas en carne propia.
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